Óscar Brenifier publicó en 2005 un libro excelente que tituló El diálogo en clase (ediciones Idea) prologado y traducido rigurosamente desde el francés por el incombustible Gabriel Arnáiz, amigo y admirado currante de la filosofía práctica. El libro está dividido en dos partes, una en la que da un soberano repaso a esos profesores anquilosados y adocenados temerosos de fomentar el pensamiento crítico y deinnovar en el aula y una segunda en la que sugieren técnicas para aprender dialogando en la clase.
Dejo aquí algunas perlas del mismo que seguro que avivan el interés por su lectura. Además lo comento a continuación, con ánimo de experimentar con las posibilidaes didácticas del vídeo en Internet:
“(…) en lugar de estar atentos y de comprender lo que nos están exponiendo, decidimos tomar apuntes de forma mecánica y postergar para un momento ulterior –real o mítico- la ingestión de información suministrada y de los procesos mentales implicados?” (p 28)
“debatir sirve sobre todo para problematizar. Problematizar no significa inventar un problema, sino articular un problema que ya existe, articulación que no implica necesariamente que el problema se tenag que resolver sino sólo que por lo menos pueda ser abordado” (p 32).
“la programación se convierte así en la coartada por excelencia, en el refugio de nuestros temores e inseguridades.” (p 34). “Habrá que aprender a perder el tiempo”. (p 35).
“A través de esta preocupación permanente por la calificación, se induce el “síndrome del buen alumno”, ése que principalmente busca complacer a su profesor para conseguir el objetivo que tanto anhela: una buena nota.” (p 38).
“La tarea del profesor consiste en cambiar al alumno, para despojarse de sí mismo, de su pesadez, de su rigidez, de sus carencias y, accidentalmente, de su ignorancia.” (p 43). La asignatura de lengua conoce incoherencias parecidas, pues aunque trata sobre literatura, no invita a sus alumnos a que se aventuren a crearla ellos mismos: “¡tenemos que ver toda la programación!” (p 47)
El profesor, para satisfacer las expectativas de su conciencia, cree tener ante todo el deber de “decir muchas cosas”, cosas de las que a toda costa debe desembarazarse, en lugar de asegurarse de que el verdadero espíritu de la materia que imparte se instale de forma efectiva en el “tierno espíritu” de sus alumno.” (p 50).
(El alumno) “estará en clase, simulará que está escuchando, tomará sus apuntes o quizás no, entregará o no sus deberes, comprenderá en mayor o menor medida lo que está sucediendo allí, pero carecerá de esa “chispa” imprescindible de vitalidad” (p 52).
“La falta de autoestima, la poca autoridad personal, la superficialidad del concepto de respeto, la importancia del sentimiento de arbitrariedad y otros fenómenos derivados conducen a la imposición de formas rígidas y sin fundamento en las relaciones sociales.” (p 61)
El profesor debe ser una persona astuta, e incluso hasta un poco pérfida, en lugar de intentar encarnar la imagen del tipo ingenuo y complaciente. No es él quien debe enfrentarse a sus alumnos, sino ellos quienes deben enfrentarse entre sí, confrontación que él debe simplemente gestionar, para conseguir que sea productiva.” (p 63).
Por curiosidad, Brenifier me dedicó su libro con un “a mi favorito sacerdote” en una broma que sólo él y yo entendemos.