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Vida de profesor

No tengo miedo

No tengo miedo Así se titula la película italo-española realizada en 2002 que narra la historia de amistad entre el hijo de un secuestrador y el secuestrado. Los seres humanos parece que poseemos desde el nacimiento un instinto que nos permite discernir lo que está bien de lo que está mal; el sentido de la moralidad no es algo aprendido sino que se hereda, viene determinado por nuestro patrimonio genético. El problema es que, a medida que pasan los años, ese sentido se va perdiendo, nos vamos corrompiendo, como diría Rousseau, nos “enmalamos”.

El dilema ético que presenta la filmación es harto interesante: ¿El hijo de un secuestrador debe apoyar a su padre en el secuestro o debe ayudar al otro niño secuestrado? Ese instinto moral innato hace que el hijo mande a tomar viento fresco al padre y decida liberar al niño. ¿Cómo puede un niño tomar semejante decisión si no se le ha enseñado antes qué es lo que está bien o no?

Salvando las distancias, y llevando el argumento al aula, he de decir que los peores (casi siempre) son los padres. Detrás de un alumno con problemas de estudio, de comportamiento, de estabilidad emocional, de educación, etc. hay una familia desestructurada, o un transtorno de alcoholismo, o de agresividad, o de falta de cariño o, simple y llanamente, de locura.

Uno no puede culpar al estudiante que falta al respeto gravemente al profesor cuando conoce a su padre o a su madre. Ellos son peores y no es extraño que su hijo haya salido con un enorme problema de patología social. Los profesores, antes que disgustarnos con un alumno, hemos de conocer al padre. Él es la causa de gran parte de los males de nuestro sistema educativo.

Los estudiantes casi siempre son las víctimas, tanto de los padres como de los profesores.

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