La danza del profesor
Me entero por el excelente blog de Javier García Calleja que Xavier Pericay escribe una tercera en el ABC para diagnosticar los problemas educativos de España. Pericay los achaca a la falta de autoridad del profesor, originada por los valores de la revolución de mayo del 68.
He buscado en Internet para ver quién es este hombre (que escribe tan alegremente y que, presa de la paranoia que se ha puesto de moda, afirma que "todos los días" hay ataques en las escuelas) y encuentro que es un profesor de periodismo en la universidad amén de uno de esos políticos que dan su opinión sobre todo sin tener conocimientos profundos de nada. Le recomendaría que se diera una vuelta por los centros de educación secundaria del Estado para ver si los jóvenes maltratan o insultan habitualmente al profesorado. Habría que decirle, como a tantos otros, que el emperador va desnudo. Parece de esos que se escandalizan porque "la mitad de los estudiantes sea más violenta que la media".
No niego que haya ocasiones en que sucedan hechos violentos, pero también se producen en otras esferas de la sociedad, empezando por la política o el periodismo, a los que él se dedica, donde la violencia verbal y los insultos existen aunque ello no signifique que sea norma común. La violencia es parte de la esencia del ser humano y es normal que a veces afloren sus destellos.Lo que sí se detecta en los centros educativos es un mayor compadreo (que no falta de respeto) con el profesor. Los alumnos tutean al docente y no se inmutan cuando éste entra en el aula. Tampoco suelen reprimirse a la hora de usar un lenguaje vulgar, ni las parejas de jóvenes enamorados aplazan sus besos cuando el profesor pasa junto a ellos. Pero estos ejemplos no significan comportarse con desprecio.
Recomiendo ferviertemente que los profesores lean Inteligencia social de Daniel Goleman. Este libro está lleno de perlas que pueden extrapolarse al mundo de la educación. Por ejemplo, para el asunto que nos convoca quiero compartir con ustedes estas palabras (página 155, editorial Kairós):
El principio que nos lleva a mantener la "diferencia profesional" adecuada aspira a proteger a los implicados de la imprevisible e inestable influencia de las emociones en el ejercicio de la profesión. Es el mantenimiento de esa distancia el que nos permite ver a los demás en función del papel que desempeñan –paciente, criminal, etcétera- sin que tengamos la necesidad de conectar con el ser humano que asume ese rol.
Frases complementadas por la referencia a Sartre en El ser y la nada:
“Existe una danza del tendero, como también hay una danza del sastre y una danza del subastador que tratan de convencer a sus respectivos clientes de que no son nada más que un tendero, un sastre o un subastador”.
Los profesores no somos sólo profesores; debemos implicarnos emocionalmente con los estudiantes, nos afectan sus problemas y les vemos como seres humanos y no como simples escribientes reducidos a un número. Esta profundización en la relación les invita, en un error comprensible, a tratarnos como amigos y a ponernos en su mismo plano jerárquico haciendo inviable la autoridad.
Así como la frialdad del profesor invita a la obediencia, la humanidad seduce a la anarquía. Ya que es difícil trabajar en ambientes anárquicos es necesario recurrir al ritual de los símbolos -el uso del “usted” o levantarse al inicio de la clase- que nos recuerden, sin vernos obligados a eliminar el aspecto afectivo profesor-alumno, que dentro del aula no estamos a la misma altura jerárquica porque si fuera así no se podría trabajar. Es necesario que el docente baile la danza del profesor y que los estudiantes bailen la del discente para que sea viable la “autoridad afectiva” que compagine el aprendizaje riguroso sin desdeñar un trato humano y sin frialdad.
9 comentarios
luciene -
hormiga -
Me ha gustado tu post y en cuanto pueda le echaré un vistazo al libro de Goleman. He leido el de la inteligencia emocional y me gustó. De este último ya había leído varios comentarios, asi que tendré que leerlo.
Por cierto, me alegra que al enviar el comentario me hagan preguntas inteligentes del tipo "¿Cuanto suman 2 y 2?". De hecho , siempre tengo problemas para identificar esas letras retorcidas y borrosas que me indican que teclee antes de postear.
apachito -
"La violencia es parte de la esencia del ser humano y es normal que a veces afloren sus destellos."
Estará de acuerdo en que aunque "la violencia sea parte de la esencia humana" como usted dice, esta no justifica aquella.
Hay un peligro enorme en ese razonamiento que justifica comportamientos porque "es que están en la naturaleza humana".
No señor: son malas conductas que no se deben permitir. Por ejemplo las estadísticas parecen indicar que los hombres son más propensos a pegar a sus mujeres y no al revés, pero ese conocimiento de un rasgo de la naturaleza humana ha de servir no para justificarlo, sino para eliminarlo.
Lo mismo podría decirse de la escuela, los alumnos van para aprender cosas que (esta vez si es por definición) no están en su "esencia humana" (por ejemplo nadie nace sabiendo la tabla de multiplicar), la escuela pues lucha muchas veces contra esa esencia humana.
También es sorprendente su afirmación "No niego que haya ocasiones en que sucedan hechos violentos, pero también se producen en otras esferas de la sociedad empezando por la política o el periodismo"
Olvida usted que los políticos y los periodistas también fueron alumnos, en todo caso no ha de justificarse el comportamiento de los alumnos diciendo "es que alguno de sus mayores también lo hacen".
Hay algo equivocado en ese tipo de moral.
apachito -
"la mitad de los estudiantes sea más violenta que la media" lo cual es cierto, por definición.
Se lo explico:
Pepe tiene 100 naranjas
José tiene 4 naranjas
Luis tiene 1 naranjas.
La media son 35 naranjas, NO es cierto que la mayoría tenga que tener más que la media (ni lo contrario). En este caso (el de las naranjas) la mayoría está por debajo de la media.
Son estadísticas elementales.
Sentido Común -
Un problema de autoridad
POR XAVIER PERICAY
DUELE tener que decirlo, pero la crisis de la enseñanza pública española se asemeja cada vez más a una tragedia. Ya no se trata únicamente de nuestro lugar en el mundo, de este 31 por ciento de alumnos que abandonan la escuela al término de la etapa obligatoria -lo que nos sitúa en el penúltimo puesto entre los Estados miembros de la Unión Europea-, o de este 34 por ciento de alumnos que ni siquiera terminan dicha etapa -lo que nos coloca los cuartos por la cola en la clasificación de los países desarrollados-. No, aun cuando tales guarismos son de vergüenza, de vergüenza patria, ya no se trata sólo de esto. Ahora, además, los centros docentes españoles se están convirtiendo a marchas forzadas en verdaderos campos de batalla. No pasa día sin que tengamos noticia de algún caso de violencia escolar o de sus secuelas. Y esa violencia, tal como prueban un par de estudios dados a conocer recientemente y realizados sobre bases muestrales exhaustivas, afecta tanto a alumnos como a profesores. Los datos producen escalofríos: por un lado, uno de cada cuatro alumnos españoles de edades comprendidas entre los 7 y los 17 años es víctima, en un grado mayor o menor, de algún acto violento, ya físico, ya psicológico; por otro, un 13 por ciento de nuestros profesores reconoce haber sido agredido alguna vez, y un 3 por ciento asegura que lo es a diario.
Por supuesto, ante semejantes porcentajes, ni siquiera los más tercos valedores de las reformas educativas inspiradas por el pedagogismo moderno se atreven ya a negar que la enseñanza en España necesite de algún tipo de revulsivo. El problema consiste en saber cuál. Porque esos mismos valedores, aparte de minimizar la magnitud del desastre, suelen echar la culpa del aumento de la violencia escolar a la falta de mediadores y de planes de convivencia, cuando no a la desestructuración de las familias. Y se quedan tan panchos. A ninguno se le ocurre pensar, pongamos por caso, que el problema pueda ser el sistema que ellos mismos han implantado. A los docentes, sí. A ellos sí les ha pasado por la cabeza tal posibilidad. Otra cosa es que dispongan de medios para hacerse oír y de poder suficiente como para que su queja alcance a modificar, en lo sustancial, el modelo educativo vigente.
El único problema de la enseñanza en España, el que explica ese aumento de la violencia en las aulas, es la falta de autoridad. Sin autoridad, no hay educación posible. El pasado verano, en la última Tercera que escribió para este diario, Cándido daba ya las claves del drama que están viviendo hoy en día maestros y profesores, aunque no hablara propiamente de autoridad y sí de jerarquía, y aunque no aludiera a la enseñanza, sino a la progresiva desaparición de los tratamientos protocolarios. A su juicio, la jerarquía es absolutamente necesaria en una sociedad, entre otras razones porque, en contra de lo que muchos creen, la alternativa a la jerarquía no es la igualdad; es la tiranía, la fuerza bruta. Dicho de otro modo: quienes confían en que la abolición de la autoridad o de la jerarquía va a traer la igualdad a la tierra, están completamente confundidos; lo único que va a traer es más desigualdad, más violencia y más injusticia.
Pues bien, poco más o menos eso ha ocurrido en el mundo de la educación. En tres o cuatro lustros, hemos perdido la distancia. El igualitarismo se ha impuesto. Ya no hay niveles. El maestro y el profesor se han convertido en un compañero más, en un colega. Pero no sólo en la escuela se ha producido ese vuelco. También en casa, también en la familia. En muchos hogares son los propios padres quienes han inculcado a sus hijos ese odio a la jerarquía, esa veneración por el igualitarismo. De ahí que a nadie deba sorprender que semejante igualación haya traído aparejada tanta violencia. Al profesor no se le agrede por ser el profesor. Se le agrede porque de vez en cuando trata de imponer una autoridad, una jerarquía, de las que carece.
Pero la autoridad también es tradición. A la persona mayor se la respeta, se la trata con deferencia, porque es depositaria de un conocimiento que los más jóvenes no tienen ni podrán tener nunca por sí solos. La edad es sinónima de conocimiento. Y, sobre todo, de posibilidad de transmitirlo, de enseñar. Ahora bien, este conocimiento no es sólo el que la persona mayor ha podido adquirir mediante la experiencia, sino también el que le ha sido dado en sus años mozos a través de la educación y de la enseñanza, y que es a su vez el fruto de muchos siglos de civilización. La relación entre padre e hijo, o entre maestro y alumno, se ha estructurado siempre a partir de este principio: la autoridad -el padre, el maestro- tiene algo que transmitir. Si no tuviera nada que transmitir, su figura difícilmente sería reconocida como autoridad. En realidad, cuando un chaval maltrata a su profesor, o cuando un hijo hace lo propio con su padre o con su madre, lo que está haciendo es negarle cualquier autoridad, proclamar que aquel adulto nada tiene que enseñarle.
Llegados aquí, bueno será preguntarse de dónde vienen nuestros males. A mi modo de ver, el germen cabe fecharlo, sin duda, en mayo de 1968, en el llamado «mayo francés». Fue allí donde se acuñó el antiautoritarismo. Pero los estragos causados por el nuevo modelo pedagógico en España, infinitamente superiores a los producidos en cualquier otro país vecino, sólo se explican si uno tiene en cuenta, a su vez, otro factor. Este factor es la vigencia del antifranquismo. O, lo que es lo mismo, la convicción de que el franquismo constituye la misma encarnación del mal y de que todo lo que provenga de aquel régimen, o lo recuerde siquiera, debe ser rechazado sin contemplaciones. No seré yo quien niegue, por supuesto, que una dictadura es la máxima expresión de la autoridad. Ahora bien, precisamente porque la autoridad, en una dictadura, es una autoridad cautiva -tan cautiva, al cabo, como la libertad-, tampoco seré yo quien confunda la autoridad que puede ejercerse en una democracia con la que ejerce una dictadura. Es decir, quien confunda la autoridad con el abuso de autoridad, con el autoritarismo. Gran parte de la izquierda de este país, surgida en primera instancia del antifranquismo, lo ha confundido siempre. Y en la medida en que la izquierda ha percibido en todo momento la enseñanza tradicional como una pura emanación del franquismo -ignorando, entre sus muchas ignorancias, cuánto debía esta enseñanza al pasado y, dentro de este pasado, al liberalismo de la Segunda República-, el modelo que esta enseñanza llevaba asociado no podía ser, para ella, sino un modelo autoritario, incompatible con la democracia. De ahí que nada más alcanzar el poder, en 1982, la izquierda sustituyera el viejo modelo por uno de nuevo cuño, basado en la igualdad. Pero no en la igualdad como punto de partida, sino en la igualdad como imperativo. Es decir, en su abuso, en el igualitarismo. Toda la reforma puesta en práctica por el Partido Socialista y concretada en la tristemente famosa Logse, descansa, en último término, en esa doble confusión -entre autoridad y autoritarismo, y entre igualdad e igualitarismo-, donde lo que ha prevalecido, como es notorio, han sido los ismos.
De ahí que no quede más remedio que darle la vuelta al calcetín. Hay que recuperar la autoridad. Hoy en día, se mire por donde se mire, al calcetín se le ven las costuras. Lo cual indica, sin lugar a dudas, que hace ya bastantes años que lo llevamos puesto del revés.
Domingo Méndez -
Anónimo -
Los alumnos también se portan peor con los profesores que no dominan la materia, con los más aburridos, con los injustos y por supuesto con aquellos que no se hacen respetar, porque no han entendido lo que tu tan bien defines como "autoridad afectiva" pero de estos no hay tantos porque acostumbran a cambiar de profesión.
Gracias, Rafael, por denunciar a "uno de esos políticos que dan su opinión sobre todo sin tener conocimientos profundos de nada" políticos, periodistas y tertulianos varios que tanto daño estan haciendo en general y en el tema de la educación en paricula
Un abrazo
Carme
Javier García -
Sobre el tema de la autoridad, repetido hasta la saciedad den los claustros tengo claro que ni es tan alarmante como lo que nos quieren hacer creer desde los medios de comunicación, que a menudo sólo buscan "carnaza", ni tampoco es algo a despreciar.
En muchos centros hay problemas serios de respeto entre alumnos y hacia los profesores (creo que los profesores si respetan a los alumnos). Y el problema es casi pero si consideramos muchas de las actitudes de los padres de los alumnos, que no son capaces o no quieren reconocer que a menudo sus hijos no son esos angelitos que ellos piensan.
La palabra autoridad está un tanto manoseada, pero no por ello pierde su sentido. Y es cierto que el autoritarismo ha pasado a la historia y ciertas maneras también. Pero me pregunto si no será realmente necesario recuperar "una cierta distancia" profesor alumno.
Yo tengo hijos, soy su padre, no su amigo. Mis amigos me invitan a copas.
Soy profesor de mis alumnos (no me atrevo a decir maestro). No soy su colega:no nos fumamos unos canutos juntos... (Ni siquiera fumo tabaco...)
Un afectuoso saludo.
Montse -
Sin embargo, no creo que signos externos y sin sentido como levantarse cuando llegue el profesor o profesora y cosas de esas no favoren la autoridad sino el autoritarismo. Creo que la autoridad la favorece que el profesor o profesora lleve preparadas las clases, se dirija con respeto a los alumnos y alumnas, no se ponga a la altura de un/una adolescente, transmita emoción por lo que enseña, etc. Casi siempre que una clase se me ha ido de las manos ha sido porque no la llevaba suficientemente trabajaba. También suele ocurrir que como l@s alumn@s están acostumbrados al autoritarismo al principio no saben trabajar por razones y no por amenazas, pero poco a poco, se van acostumbrando.
Un saludo, Montse